Hace unos días, el profesor Paul Krugman, premio nobel de economía, se preguntaba públicamente porque los economistas habían abandonado desde hace muchas décadas el interés académico por el estudio de la distribución del ingreso.
La explicación se encuentra en la aplastante influencia de la ideología dominante: el neoliberalismo. Los practicantes de esta doctrina la llevan al terreno del dogmatismo religioso y observan un principio ineluctable: el mercado ha sido elevado a los altares para su adoración y al economista austriaco Friedrich A.
Hayek se le ha conferido el carácter de profeta de esta nueva religión.
¿Cuál es la opinión de este singular pontífice en torno a la terrible desigualdad imperante? En su obra “La Constitución de la Libertad” habla con la sinceridad propia de los profetas:“…cuando buscamos una justificación para las demandas de igualdad encontramos que descansan en el descontento que los hombres más exitosos provocan sobre aquellos que no lo son; esto significa que descansan en la envidia.
La tendencia moderna para satisfacer esa pasión consiste en disfrazarla en un papel de celofán de la justicia social que se ha desarrollado como una seria amenaza para la libertad…Siendo propia de la condición humana, la envidia es una de las fuentes de descontento que una sociedad libre puede eliminar. Probablemente una de la condiciones esenciales para la preservación de una sociedad es que no nos desconcierte la envidia, que no hagamos caso de aquellos que la sienten, que enmascarada nos la demanden como justicia social, sino que la tratemos, en palabras de John Stuart Mill, como la más antisocial y la peor de las pasiones”.
La aparición del libro del economista francés Thomas Pikkety intitulado El Capital en el Siglo XXI despertó el interés por el tema de la desigualdad. Apoyado en una impresionante acumulación de estadísticas provenientes de fuentes tributarias principalmente de Francia, Inglaterra y Estados Unidos, este joven economista muestra de manera contundente la tendencia a la creciente concentración del ingreso a escala universal y a la correlativa consolidación de los patrimonios familiares de un grupo de multimillonarios cuyos nombres son recogidos anualmente por la Revista Forbes.
Nuestro país aporta numerosos nombres a la ilustre lista de los grandes magnates: Slim, Larrea, Bailleres y Salinas Pliego, entre los más destacados. Si las fortunas pertenecientes a estas cuatro distinguidas familias estuviesen invertidas en México, crearían tres millones de nuevos empleos.
Somos un país de una desigualdad apabullante. Las familias ubicadas en el 1% de los niveles de ingresos más elevados –el penthouse del multifamiliar nacional– concentran el 21% del ingreso nacional, una cifra descomunal difícilmente superable por cualquier otra sociedad.
El reporte de la empresa internacional denominada Wealthinsight revela en 2014 la existencia de 145 mil familias con una riqueza neta superior a un millón de dólares (excluida el valor de su residencia habitual) y su riqueza ascendía en conjunto a 736 mil millones de dólares. El banco Credit Suisse considera que, en 2020, este selecto grupo comprenderá a 206 mil familias.
Nuestro país ocupará el número 9 por la cantidad de millonarios, lo que despertará –según la percepción de los neoliberales—la envidia general, ese sentimiento ominoso definido como “el íntimo dolor por el bien ajeno” que nace no solo de la diferencia de patrimonios materiales sino de la ostentación, la prepotencia y el despotismo propio de los acaudalados.
La envidia personal puede traducirse en motivación para lograr la superación individual, pero la envidia general sólo produce rencor social; y la única manera de combatirla es atemperando la desigualdad, abriendo los cauces de ascenso social. Ese anhelo –más no la envidia—fue la inspiración de la proclama de Morelos de “moderar la opulencia y la indigencia”.
Pero no nos engañemos: en el alma de los egresados de las universidades privadas impera el convencimiento de que las luchas de Hidalgo, Juárez y Cárdenas son obra de la envidia. Mientras ejerzan una influencia decisiva en la orientación del rumbo económico del país, la infamante desigualdad será una realidad patente en el país.