Arribó finalmente la anhelada democracia. Primero fue invalidada la mayoría del partido gobernante en la Cámara de Diputados(1997) y, después, en 2000 accedió al poder Ejecutivo Federal un singular personaje de formas silvestres, de alcances intelectuales probamente limitados y de irrefrenable vocación por la pereza. Fue el resultado del hartazgo popular por las recurrentes crisis cambiarias. El voto popular castigó al país.
Se cumplió así un anhelo largamente acariciado por numerosos miembros del Congreso de Estados Unidos interesados en eliminar los débiles resabios nacionalistas y proteccionistas sobrevivientes al neoliberalismo rampante pregonado en los claustros académicos y practicado por los centros de poder financiero. Se cumplió la “clausula democratizadora” contemplada en los acuerdos de apoyo financiero con Clinton y ratificada en el Tratado de Libre Comercio con Europa.
Sin duda, el advenimiento de la democracia trajo una atmosfera de libertades… y de libertinaje. Los férreos controles políticos se desmontaron y la presencia del poder del Estado se fue desvaneciendo. En el terreno de la política, se desarticuló el precario pacto federal: los gobernadores se desobligaron del combate al crimen y, a espaldas del interés nacional, se volvieron cómplices pasivos del clima de inseguridad; se resistieron a toda responsabilidad fiscal y los recursos presupuestales entregados por la Federación en forma de participaciones y aportaciones fueron manejados con desparpajo e inmoralidad; sin recato alguno se volvieron señores feudales “tropicalizados”.
Las agrupaciones políticas se desfiguraron al influjo de las ambiciones de poder y la seducción del dinero. Nunca antes habíamos presenciado los niveles de inmoralidad dominantes en los partidos políticos como las registradas en los lustros recientes. Los partidos están ahora decididos a reivindicar el libre financiamiento a las campañas electorales. ¡Manipular las campañas electorales mediante montos ilimitados de dinero sería un oprobio!
Como parte de las prácticas de coacción en el Congreso, se implantó la reelección de los legisladores y de los presidentes municipales. Inexplicable concesión a las ambiciones de las dirigencias, decisión favorable a la perpetuación de las elites partidistas interesadas en preservarse en los sitiales del poder.
En el terreno ciudadano, nos volvimos una sociedad exigente de todo género de derechos pero indiferente al cumplimiento de nuestras obligaciones ante un Estado cada día más frágil, fiel creyente de la publicidad como eje de la política; un Estado expuesto a todo género de presiones y chantajes de grupos legales e ilegales; un Estado interesado en gobernar a base de “billetazos”. “Sobornar es gobernar” es el lema imperante.
Somos una ciudadanía expuesta a los “cantos de las sirenas”, presa fácil de ofrecimientos seductores pero impracticables, incapaz de comprender la compleja realidad en la que está inmersa.
La democracia no educó a los ciudadanos; los engatusó, enajenó su voluntad y compró su voto. (Testimonio de la subcultura ciudadana son algunos mensajes “twiteros” sobre la captura del Chapo Guzmán). El gobierno federal distorsionó su gasto. Hay lamentos por el desplome del precio internacional el petróleo pero nadie quiso escuchar las voces de advertencia sobre los riesgos de especializar a la economía en la producción de petróleo y abandonar la industrialización.
Si bien ha mejorado su capacidad recaudatoria, el gobierno ha perdido el rumbo en materia del gasto público: ha jubilado en forma adelantada al personal de base pero ha aumentado desmedidamente la burocracia de angora; ha asumido responsabilidades pensionarias públicas y de corporativos privados; ha aceptado costos financieros permanentes del Fobraproa y de pasivos bancarios incobrables; despilfarró los excedentes originados por el auge petrolero; y ha desdeñado la inversión pública como motor del crecimiento económico. La política social quedó atrapada en el “limosnerismo electoral”.
Todas estas tendencias han colocado al país al borde del Estado Fallido, incapaz en ejercer soberanía, de implantar el orden y la seguridad en algunas regiones del país. Inseguridad, estancamiento e inmoralidad abruman a la sociedad desilusionada con los resultados de la democracia. (continuará)