A MARCHAR… ¡EN EL RÍO!

Manuel Parra García
Manuel Parra García

CULTURA / Anécdotas

Historia verídica de un acontecimiento ocurrido en Ixtlán del Río, Nayarit, hace ya siete lustros, cuando aún bajaban de la Meseta de Juanacatlán, municipio de Jala, los llamados “inditos” a vender frutales, maderas y animales domésticos, pero una vez entre ellos bajó un enajenado mental que había sido militar y que con piedras en mano amenazó a dos pacíficos ciudadanos, –uno de ellos don Manuel Parra García, conocido comerciante, agricultor y ganadero de la región–, obligándolos a obedecer sus órdenes de marchar el “paso redoblado” entre las piedras del río, so pena de recibir una pedrada que les reventara la cabeza.

Por EZEQUIEL PARRA ALTAMIRANO

NADA INDICABA que aquella mañana los dos hombres que conversaban plácidamente cobijados al amparo de las enormes higueras donde hoy se localiza el entronque de la Autopista Tepic – Guadalajara se llevarían el susto de su vida, y que amenazados con lapidarlos marcharían como soldados entre las polvorosas piedras resecas del río que aquí le nombran “Chiquito”.

Se trataba del comerciante, agricultor y ganadero don Manuel Parra García y un amigo, que esperaban pacientemente bajaran de los poblados de la Meseta de Juanacatlán aquellas mujeres y hombres a quienes llamaban “inditos” para comprarles lo que traían a vender a Ixtlán del Río, ya fueran gallinas, madera en distintas formas, principalmente vigas que con no pocas dificultades arrastraban los asnos arriados por ellos, carbón o frutas de las que se suelen dar en los lugares de clima frío como son los duraznos y los membrillos, además de blanquillos, quesos y otros productos.

De pronto y sin que se lo esperaran, aquellos dos hombres fueron sacudidos por una violenta exclamación de mando que les ordenó:

-¡Órale cabrones, a marchar!

Sorprendidos, don Manuel y su compañero voltearon la miraba al lugar de donde provenía aquella enérgica voz y advirtieron que se trataba de un hombre de mediana edad, piel cobriza, alto y fornido que sostenía en ambas manos sendas piedras como de unos cuatro o cinco kilos cada una, con las cuales los amenazaba insistiendo:

-¿Qué no oyeron jijos de un tal…? ¡A marchar! –en tanto se les acercaba levantando amenazadoramente la mano derecha con la enorme piedra empuñada y con la decidida intención de arrojárselas en caso de que no comenzaran a obedecer sus órdenes, ante lo cual se pusieron de pie y en eso estaban cuando volvieron a escuchar:

-¡A formarse!, ¡a tomar su distancia!, ¡paso redoblado!… ¡Ya! –siendo entonces cuando aquellos dos hombres, arrancados de su tranquila conversación, se vieron en la penosa obligación de hacer lo que se les indicaba, so pena de sufrir una terrible pedrada que les reventara la cabeza, marchando trabajosamente por entre las piedras del río buscando no tropezarse y caer.

-¡Un, dos! ¡Un, dos! –gritaba aquel energúmeno marcándoles el paso por lo que tanto don Manuel como su amigo, que se miraban entre sí intrigados y suponiendo se trataba de algún sargento que había perdido la razón y que había desertado del Ejército Mexicano, pero que marchaba junto a ellos para que no se le fueran a escapar.

Si de por sí debe ser difícil a los conscriptos obedecer órdenes de los instructores cuando ordenan gritando, más difícil aún lo era para ellos obedecer en el lecho del pedregoso río a quien con toda fuerza les gritaba y les gritaba que “media vuelta, flanco derecho, flanco izquierdo, paso veloz, alto”, etcétera.

TEMOR A FLOR DE PIEL

Aquella inusual escena de los tres hombres marchando por entre las piedras del río debió haber intrigado a quienes pasaban por el lugar, pero tras advertir que el de la voz de mando llevaba en sus manos las dos piedras referidas con las que amenazaba a los otros dos, ni el intento hicieron por interrumpir la faena castrense, pues el temor a recibir una pedrada los contuvo.

Llevarían como unas dos horas marchando cuando de pronto llegaron al lugar, corriendo, un grupo de siete agentes de la policía uniformados de azul y que después sabrían pertenecían al ayuntamiento vecino de Jala. Quien los capitaneaba pregunta, gritando también:

-¿Conque aquí andabas, Gerardo? –diciendo lo cual al unísono se le abalanzan cayéndole encima y sometiéndolo en un dos por tres y llevándoselo prácticamente en vilo hasta la patrulla que habían dejado al otro lado del río, donde lo subieron esposado y escoltado.

El jefe de aquel grupo de policías comentó a don Manuel y su amigo que aquel hombre se llamaba Gerardo, que era originario de uno de los pueblos de la meseta de Jala, que efectivamente en un tiempo trabajó de soldado pero que al sufrir de una enfermedad mental fue internado, luego de muchos estudios médicos, en el Manicomio de Zapopan, Jalisco, de donde tras fugarse regresó con su familia, pero tras unos dos o tres días de estar con ellos avisaron a la Policía Municipal que andaba trastornado y amenazando a las gentes de la población con golpearlos a pedradas si no atendían sus órdenes de marchar. Cuando finalmente arribaron al poblado, lo conminaron a calmarse y a que los acompañara, pero con una gran agilidad en vez de hacerles caso, el tal Gerardo brincó cercas de piedra y alambrado, tomó el camino por el que se llega a Ixtlán del Río, y por eso fue que, sin deberla ni temerla, don Manuel Parra García y su amigo tuvieron que marchar esa mañana en el río, a las órdenes de aquel hombre que no habían visto nunca y que no volverían a ver jamás.

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