Manuel Aguilera Gómez.
He escuchado y leído, cada día con mayor frecuencia, adversas como infundadas opiniones –emitidas tanto por algunos profesantes de la izquierda como por devotos neoliberales– concernientes a la conveniente quiebra de PEMEX.
Fundadas en argumentos inspirados por la ignorancia, el olvido y la pasión sectaria, esas opiniones deben ser rebatidas por el bien del país.
Sin duda, la figura de PEMEX se fue desdibujando a partir de la prepotencia y ambición presidencial de su director Jorge Díaz Serrano y las temeridades y excesos del Sindicato dirigido por Joaquín Hernández Galicia, alias la Quina. Era la etapa de la abundancia surgida a partir de los hallazgos de importantes yacimientos en las costas de Campeche y Tabasco coincidentes con el ascenso vertiginoso del precio internacional del crudo. Era la etapa en la que el sindicato además de ser representante del interés de los trabajadores y coadministrador de la empresa estatal, se convirtió también en contratista de la misma. Extremos absurdos.
A principios del siglo actual, la corrupción asumió dimensiones de escándalo cuando las lealtades panistas se premiaban con contratos. En esa misma etapa, los gobiernos se mostraron interesados en bajar las tasas impositivas al tiempo que asumían nuevas obligaciones financieras (pensiones, Fobaproa, rescates carreteros, burocracia de angora, etc.) decisiones contradictorias que los obligaron a descansar sus ingresos en los tributos petroleros cuando se elevaban los precios internacionales del crudo pero comenzaba el agotamiento de Cantarel, el segundo yacimiento más grande en el mundo.
La hegemonía de la Secretaría de Hacienda en la administración de PEMEX se volvió agobiante. Se propuso extraer de la empresa todos los ingresos disponibles. Se le impidió fondear apropiadamente sus reservas en materia de pensiones, se cancelaron los proyectos petroquímicos y de refinación, se minimizaron los gastos en exploración. Exprimir las finanzas de PEMEX fue –y sigue siendo– el objetivo de la Secretaría de Hacienda. Se dio preferencia a la importación de petrolíferos y de petroquímicos en lugar de promover su producción interna.
En resumen, agobiada por la precariedad de las finanzas públicas, a partir de la 1982 la política en materia de hidrocarburos quedó sometida al esquema de la máxima extracción y se abandonó el paradigma de la seguridad energética que había prevalecido a partir de la expropiación.
¿Que papel desempeñó PEMEX en el desarrollo del país? Durante medio siglo (1938—88) fue el pilar del desarrollo. Logró la autosuficiencia en materia de productos petrolíferos, contribuyó con una décima parte de los ingresos gubernamentales, vendió sus productos a precios inferiores a los imperantes en Estados Unidos, promovió el desarrollo manufacturero sobre todo en las ramas química y metalmecánica, se llegó a erigir la empresa más grande del país al extremo de ceder el cobro de la factura petrolera como garantía al crédito de 50 mil millones de dólares gestionado por el presidente Clinton.
En las década recientes, una tercera parte de las sueldos de los maestros, enfermeras, médicos, cuerpos policiales, pagos financieros y demás gastos gubernamentales provenía de los tributos petroleros. Afirmar que PEMEX fue una carga para México es una calumnia desmentida por la realidad: la Secretaria de Hacienda ha sido una carga insoportable para PEMEX.
Con la reforma energética se espera que, en 2018, las empresas exploradoras privadas lograrán aumentar diariamente la extracción de medio millón de barriles diarios de crudo y 2.3 millones de pies cúbicos de gas. Es una hipótesis quimérica. Es igualmente una tontería suponer que PEMEX pueda elevar rápidamente sus niveles de extracción cuando se le exprimen 100 mil millones de su presupuesto y no se le autorizan los convenios de “farmout”.
Copada por los neoliberales, la Secretaria de Hacienda está expiando sus gigantescos errores cometidos en la administración financiera del país en las décadas recientes. Una economía “sólidamente cimentada” que consolida el estancamiento estabilizador es obra de la inamovible prepotencia de los “muchachos de la bancarrota” como los ha bautizado el profesor Paul Krugman, el premio nobel.